Para la próxima clase deben traer impreso este cuento de Saki (pueden leer acerca de este peculiar autor acá). Pueden copiarlo y pegarlo en Word, achicarle o agrandarle la letra o darle el formato que ustedes quieran para traer a clase. Eso sí, no le quiten las marcas (subrayados, resaltados) porque van a precisarlas para el trabajo en clase.
El cuentista (1)
Saki
Era una tarde calurosa, y en el compartimento de ferrocarril el aire se
volvía sofocante. Faltaba casi una hora para llegar a Templecombe, la próxima
estación. Ocuparon el compartimento dos niñas, una menor que la otra, y un
niño, acompañados de una tía ubicada en un extremo del asiento; y enfrente, en
el otro extremo, había un solterón que no formaba parte del grupo, lo cual no
impidió que los niños se instalaran en su asiento. Tanto la tía como los niños
practicaban ese tipo de conversación limitada, persistente, que hace pensar en
las atenciones de una mosca que no se desalienta por más que la rechacen.
Aparentemente la mayor parte de las observaciones de la tía comenzaban con
"No debes", y casi todas las observaciones de los niños con "¿Por
qué?" El solterón no manifestó en alta voz lo que pensaba.
—No debes hacerlo, Cyril, no lo hagas —exclamó la tía, mientras el niño
golpeaba los almohadones del asiento levantando con cada golpe una nube de
polvo.
—Ven y mira por la ventana —añadió la tía.
El niño obedeció de mala gana.
—¿Por qué sacan a esas ovejas de ese campo? —preguntó.
—Supongo que las llevan a otro campo donde hay más pasto —dijo sin
convicción la tía.
—Pero hay mucho pasto en ese campo —replicó el niño—; no hay nada más
que pasto allí. Tía, hay mucho pasto en ese campo.
—Tal vez sea mejor el pasto del otro campo —sugirió tontamente la tía.
—¿Por qué es mejor? —fue la inmediata e inevitable pregunta.
—¡Oh!, mira esas vacas —exclamó la tía. A lo largo de casi todo el
trayecto se veían vacas o bueyes, pero la mujer hablaba como si estuviera
señalando algo fuera de lo común.
—¿Por qué es mejor el pasto del otro campo? —insistió Cyril.
El fastidio comenzaba a insinuarse en el entrecejo del solterón. Un
hombre duro y antipático, pensó la tía, para quien resultaba absolutamente
imposible llegar a una decisión satisfactoria acerca del pasto del otro campo.
La menor de las niñas comenzó a recitar, para entretenerse, "En el
camino de Mandalay". Sólo conocía el primer verso, pero obtuvo el mayor provecho
posible de su limitado conocimiento. Repitió el mismo verso una y otra vez, con
voz soñadora pero resuelta, y perfectamente audible, como si alguien hubiera
apostado, pensó el solterón, a que ella no repetiría el verso dos mil veces
seguidas sin parar. Quien fuera que haya hecho la apuesta probablemente la
perdería.
—Vengan, que les voy a contar un cuento —dijo la tía, después que el
solterón la miró a ella dos veces y una al timbre de alarma.
Los niños se acercaron con indiferencia al extremo del compartimento
donde se encontraba la tía.
En voz baja y en un tono confidencial, interrumpida a intervalos
frecuentes por las preguntas petulantes que sus oyentes formulaban en alta voz,
comenzó un relato lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña que
era buena, y que se había hecho amiga de todos debido a su bondad, y que fue
finalmente salvada del ataque de un toro furioso por varias personas que la
admiraban por su virtud.
—¿Si no hubiera sido buena no la habrían salvado? —preguntó la mayor de
las niñas. Ésa era exactamente la pregunta que quería formular el solterón.
—Sí, claro —admitió débilmente la tía—, pero no creo que habrían corrido
de esa manera si no la hubieran querido tanto.
—Nunca escuché un cuento más estúpido —dijo la mayor de las niñas, con
suma convicción.
—Tan estúpido que ya no presté atención después de la primera parte
—dijo Cyril.
La menor de las niñas no hizo ningún comentario, pero hacía rato que
había empezado a murmurar su verso favorito.
—Al parecer no tiene usted ningún éxito como cuentista —dijo de pronto
el solterón desde el otro extremo.
La tía se encrespó al defenderse instantáneamente de este ataque
inesperado.
—Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan entender y a la vez
apreciar —dijo poniéndose tiesa.
—No comparto su opinión —dijo el solterón.
—A lo mejor quiera usted contarles un cuento —replicó la tía.
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
—Había una vez —comenzó el solterón—, una niña llamada Bertha, que era
extraordinariamente buena.
El momentáneo interés que los niños habían demostrado comenzó a vacilar;
todos los cuentos parecían espantosamente iguales, sea quien fuere que los
contara.
—Era siempre obediente, no faltaba a la verdad, conservaba limpia su
ropa, comía budines de leche como si fueran pastelitos rellenos de dulce,
aprendía perfectamente sus lecciones y era bien educada.
—¿Era linda? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tan linda como tú —dijo el solterón—, pero era horrorosamente buena.
En los niños hubo una reacción favorable; la palabra horrorosa referida
a la bondad era una novedad recomendable por sí sola. Introducía un viso de
verdad que estaba ausente en los cuentos de la vida infantil que refería la
tía.
—Era tan buena —prosiguió el solterón— que su bondad le valió varias
medallas que llevaba siempre prendidas al vestido. Una medalla en premio a la
obediencia, otra a la puntualidad y una tercera por buena conducta. Eran
medallas grandes de metal que tintineaban al rozarse cuando la niña caminaba.
No había en ese pueblo ningún otro niño que tuviera tres medallas, de modo que
todos daban por sentado que era una niña extraordinariamente buena.
—Horrorosamente buena —recordó Cyril.
—Todos hablaban de su bondad, y al príncipe de la comarca le llegaron
noticias al respecto, y dijo que como era tan buena tendría autorización de
pasearse una vez por semana en su parque, que quedaba en las afueras del
pueblo. Era un parque muy hermoso, y en el cual nos se permitía entrar a los
niños, de modo que era un gran honor para Bertha ser invitada al parque.
—¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril.
—No —respondió el solterón—, no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —fue la inevitable pregunta que surgió de la
contestación.
La tía se permitió una sonrisa, que casi podría describirse como una
mueca burlona.
—No había ovejas en el parque —dijo el solterón—, porque la madre del
príncipe soñó una vez que su hijo sería matado por una oveja, o que moriría
aplastado por un reloj de pared. Por tal razón, el príncipe no tenía ovejas en
el parque ni tampoco un reloj de pared en el palacio.
La tía ahogó un suspiro de admiración.
—¿Fue la oveja o el reloj lo que mató al príncipe? —preguntó Cyril.
—El príncipe aún vive, de ahí que no podamos saber si el sueño se
cumplirá —dijo sin inmutarse el solterón—; de todas maneras, no había ovejas en
el parque, pero eso sí, estaba lleno de lechones que corrían por todos lados.
—¿De qué color eran los lechones?
—Negros con cabezas blancas, blancos con pintas negras, enteramente
negros, grises con manchas blancas y algunos completamente blancos.
El cuentista hizo una pausa para dar a la imaginación de los niños una
idea cabal de los tesoros del parque; luego prosiguió:
—Bertha lamentaba que no hubiera flores en el parque. Había prometido a
sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del
amable príncipe, y como se había propuesto cumplir su promesa, se sintió, es
claro, ridícula a ver que no había flores.
—¿Por qué no había flores?
—Porque se las habían comido los lechones —respondió enseguida el
solterón—. Los jardineros explicaron al príncipe que no se podía tener flores y
lechones a la vez. Decidió tener lechones.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe;
tantas personas hubieran elegido la otra alternativa.
—Había en el parque muchas otras cosas igualmente encantadoras:
estanques con peces dorados, azules y verdes, árboles con hermosas cotorras que
decían frases inteligentes sin hacerse rogar, colibríes que susurraban todas
las melodías populares de entonces. Bertha paseaba por el parque y sentía una
inmensa felicidad, y pensó: "Si yo no fuera extraordinariamente buena no
me hubieran permitido venir a este parque tan bello y disfrutar de todo lo que
aquí se ve" y mientras caminaba sus tres medallas tintinearon al rozarse y
le hicieron recordar cómo era de buena. En ese preciso instante comenzó a
rondar por el parque un enorme lobo que andaba en busca de un lechón gordo para
comérselo a la hora de cenar.
—¿De qué color era? —preguntaron los niños, cada vez más interesados.
—Del color del barro, con una lengua negra y los ojos de un gris claro
que brillaban con indecible ferocidad. Lo primero que vio al entrar en el
parque fue a Bertha; su delantal era tan inmaculadamente blanco que se podía
distinguir a la distancia. Bertha vio al lobo y vio que el lobo avanzaba hacia
donde ella se encontraba. Comenzó a lamentarse de que la hubieran invitado al
parque. Corrió tan velozmente como pudo, y el lobo, dando grandes saltos, casi
la alcanzó. Bertha logró llegar hasta donde había un grupo de arrayanes y se
ocultó detrás del más tupido. El lobo comenzó a husmear entre las ramas, con su
lengua negra colgándole de la boca y sus ojos gris claro brillando de furia.
Bertha estaba terriblemente asustada, y pensó: "Si yo no hubiera sido tan
extraordinariamente buena me encontraría a salvo, a estas horas, en el
pueblo". Sin embargo, el perfume del arrayán era tan fuerte que el lobo no
podía localizar dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan tupidos que
bien hubiera podido rondar en torno a ellos sin distinguir a la niña. Por lo
cual decidió que era mejor atrapar un lechón. Bertha temblaba toda entera de
tener al lobo rondando y husmeando tan cerca de ella, y al ponerse a temblar la
medalla de la obediencia chocó con las de buena conducta y puntualidad. El lobo
se disponía a alejarse cuando oyó el ruido de las medallas que tintineaban, y
se detuvo a escuchar; el tintineo volvió a repetirse desde un arbusto muy
cercano de donde se encontraba. Se lazó sobre el arbusto, con sus ojos gris
claro que brillaban de ferocidad y de satisfacción, y arrastró a Bertha de sus
escondite y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de Bertha
fueron sus zapatos, restos de ropa y las tres medallas de la bondad.
—¿Murió alguno de los lechones?
—No, escaparon todos.
—El cuento empezó mal —dijo la menor de las niñas—, pero tiene un final
muy hermoso.
—Es el cuento más hermoso que haya escuchado jamás —dijo la mayor de las
niñas, con suma decisión.
—Es el único cuento hermoso que haya escuchado jamás
—dijo Cyril.
La tía manifestó su disentimiento.
—¡Un cuento absolutamente inadecuado para los niños! Usted ha destruido
el efecto de años de cuidadosas enseñanzas.
—De todas maneras —dijo el solterón recogiendo su equipaje y
disponiéndose a dejar el compartimiento—, los mantuve tranquilos durante diez
minutos, algo que usted no fue capaz de hacer.
—¡Qué mujer desdichada! —pensó mientras caminaba por el andén de la
estación Templecombe—; durante los próximos seis años estos niños habrán de
atosigarla en público pidiéndole un cuento inadecuado.
(1) Relato extraído del libro El tigre de la señora Packletide y
otros cuentos (Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1989.
Colección Biblioteca Básica Universal, N° 4), de Saki. Estudio preliminar,
traducción y selección de Eduardo Paz Leston.
Hola tengo una duda con la actividad 1 en lo de los chicos, hay que caracterizar a los 3 en sí o a cada uno??? Y no entiendo lo de caracterizarlo de manera completa
ResponderEliminarNo, Sofía, los chicos funcionan como un personaje colectivo, así que podés caracterizarlos en conjunto.
ResponderEliminarCuando hablamos de "caracterizar de manera completa", nos referimos a describir a los personajes tanto en su aspecto físico como emocional, teniendo en cuenta lo que el narrador dice de ellos, sus acciones y lo que los demás personajes aportan en cuanto a su caracterización.